martes, 29 de noviembre de 2011

EL MALDITO CELULAR


Hace unos días leí en Internet que a la entrada de algunos restaurantes europeos les decomisan a sus clientes sus teléfonos celulares. Según la nota, se trata de una corriente de restaurantes que busca recobrar el placer de comer, beber y conversar sin que los ringtones interrumpan, ni los comensales den vueltas como gatos entre las mesas mientras hablan a gritos.  La noticia me produjo envidia de la buena. Personalmente, ya no recuerdo lo que es sostener una conversación de corrido, larga y profunda, bebiendo café o una copa, sin que mi acompañante me deje con la palabra en la boca porque suena su celular.

En ocasiones es peor. Hace poco estaba en una reunión de trabajo que simplemente se disolvió porque tres de las cinco personas que estábamos en la mesa empezaron a atender sus llamadas urgentes por celular. Era un cáos indescriptible de conversaciones al mismo tiempo. Gracias al celular, la conversación se está convirtiendo en una especie de telegrama que no llega a ningún lado. El teléfono celular, que la mayoría concibe como algo indispensable, se ha convertido en un verdadero intruso. Y cada vez es peor.

Antes la gente solía buscar un rincón para irse a hablar, ahora todo el mundo grita por su celular desde el lugar mismo en el que se encuentra. La batalla, por ejemplo, contra los conductores que manejan con una mano, mientras la otra, además de sus ojos y su cerebro se concentran en escribir un mensaje, parece perdida. Aunque la gente piensa que puede hablar o escribir al mismo tiempo que se conduce, hay que estar en un embotellamiento causado por un adicto al teléfono para darse cuenta de que no es así.

No niego las virtudes de la comunicación por celular, pero me preocupa que mientras más nos comunicamos en la distancia, menos nos hablamos cuando estamos cerca. Me impresiona y preocupa la dependencia que tenemos al teléfono celular. Preferimos perder la licencia de conducir que el celular!

Más que un instrumento, el celular parece una extensión de nuestro cuerpo, y casi nadie puede resistir la sensación de abandono y soledad cuando pasan las horas y éste no suena. Por eso quizá algunos nunca lo apagan. ¡Ni en cine! He visto a más de uno contestar en voz baja para decir: "Estoy en el cine, ahora te llamo". Es algo que por más que intento, no puedo entender. También puedo percibir la sensación de desamparo que se produce en muchas personas cuando las azafatas dicen en el avión que está a punto de despegar y que es hora de apagar los celulares.

También he sido testigo de la inquietud que se desata cuando suena uno de los ring tones más populares y todos en acto reflejo nos llevamos la mano al bolsillo o la cartera, buscando el propio aparato.

Pero de todos, los Blackberry merecen un capítulo aparte. Enajenados y autistas. Así he visto a muchos de mis colegas, incluso a mi propia hija, absortos en el chat de este nuevo invento. La escena suele repetirse. El Blackberry en el escritorio. Un pitido que anuncia la llegada de un mensaje, y el personaje que tengo enfrente se lanza sobre el teléfono. Casi nunca pueden abstenerse de contestar de inmediato. Lo veo teclear un rato, masajear la bolita, y sonreír; luego mirarme y decir: "¿En qué íbamos?". Pero ya la conversación se ha ido al traste. No conozco a nadie que tenga un Blackberry y que no sea adicto a él. Antes, en las mañanas al levantarse, el primer instinto era tomarse un buen café. Ahora el primer acto cotidiano es tomar su aparato y responder al instante todos sus mensajes. Es la tiranía de lo instantáneo, de lo simultáneo, de lo disperso, de la sobredosis de información y de la conexión con un mundo virtual que terminará acabando con el delicioso placer de conversar con el otro, frente a frente y sin ser interrumpidos por el maldito teléfono celular.

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